Relatos de emigración que tratan de contar la tragedia y la epopeya de millones obligados a salir de su país natal seguramente hay muchos. Y así debe ser, si es una constante de nuestro tiempo. Un drama que no reconoce fronteras ni continentes. Para muchos es motivo de dolor en el alma propia. Para otros, una incomodidad que molesta en su país o en su ciudad. Para los que tienen que decidir qué hacer, un problema insoluble. Otros, lo ven lejano, como algo que aparece en los noticieros.
Pero este relato, esta novela corta de tan solo 76 páginas no puede dejar indiferente a nadie.
La francesa Carole Zalberg cuenta como si lo hubiera vivido en carne propia el periplo de un padre que huye hacia adelante con su hijita de meses, a cuestas. El padre deja atrás, en algún lugar de África a su esposa asesinada y su pueblo arrasado, siempre huyendo, escondiéndose porque cada minuto está vestido de peligro mortal, sorteando miles de pruebas imposibles, buscando como llegar al Continente Blanco, lejana promesa de sobrevivencia y libertad. Y siempre con Adama, pegada a él con su cuerpecito de niña.
Un libro que desencadena las emociones, al tomar conocimiento de la odisea terrible de un padre, de quién no se sabe cómo se llama, pero tal vez es intencional porque así representa mejor a miles. Y cuando ya no queda nada, ni la fe ni la esperanza, es ella, la niñita que lo empuja a no abandonar. La misma hija que alguna vez en el futuro, será segunda generación en país ajeno.
En el relato del padre, aparece también la perspectiva de Adama ya jovencita, en su lenguaje propio de pandilla urbana de suburbio y así queda establecido el contrapunto. El mundo de una, cruzado por la marginalidad. El del otro, por el desarraigo. Los caminos ya no serán los mismos.
La prosa es hermosa, a pesar de lo terrible que cuenta, los párrafos cortos y el lenguaje sencillo y sin concesiones.
Al terminar mi segunda lectura del año, es imposible no quedar pensando. Y sentir la convicción que es un libro que se queda a vivir con uno y no pasará a la categoría de los olvidables. No sé si lo disfruté. Sólo sé que lo sufrí. Tal como me ocurrió con otro libro inolvidable, con “La nieta del señor Lihn”.
