Con muchas voces que se hacen cargo de ir narrando, voces de personas, de animales de varias especies, de componentes de la naturaleza, algo de historia y un puñado de leyendas, Irene Sola logra una creación extraordinaria.
La novela comienza en el Pirineo catalán, cuando a Domenec, el campesino poeta, le cae un rayo. Allí comienza a desgranarse la trama a través de las voces de la familia de Domenec y de otros cercanos. Pero también toman la narración la tierra, las nubes, el oso, la perra, el corzo; y otros personajes que vienen desde la historia hecha leyendas. Me recordó al realismo mágico de “Los recuerdos del porvenir” de Elena Garro.
Lo terrenal y lo sobrenatural. La dureza y la ternura. La vida y la muerte. La amistad. La culpa y la soledad. Y la montaña omnipresente.
Cada capítulo es una voz diferente. Cada una tiene su historia y su perspectiva. El alguacil, el corzo que huye de esos animales de dos patas largas y la Lluna, la perra que todo lo capta, me encantó con su sensibilidad y sus códigos perrunos.
Dos aspectos más recordaré de esta novela. Primero, esa estructura y la forma de dejar que cada personaje, vivo o no, animado o inanimado, entregue su versión y conecte con el todo, con un despliegue de piezas de mosaico que se van armando. Y algunos de estos personajes generan una empatía tremenda. Y segundo, esta prosa poética, de frases cortas, que a uno le gustaría recordarlas, atesorarlas y releerlas.
También este libro puede ser un tributo a la renovación de la conexión con la naturaleza. En este caso las montañas de Los Pirineos, pero, puede proyectarse a otros lugares con sabores y aromas a campo y ruralidad.
Si Dios existe debe vivir en la montaña. O debe andar rondando por allí cerca. Esto me lo reveló mi abuelo Pedro, cuando yo era un niñito que empezaba a preguntar por todo. Él era víctima predilecta de mis andanadas de preguntas de niño curioso. Estaba en su galpón, amansando un cuero de vacuno para hacer un buen lazo y ante mi pregunta de ¿Dónde está Dios, tata Pello? se sacó el sombrero campesino, se rascó la cabeza, luego me dijo que fuéramos a mirar a la cerca y me indicó con un gesto y con el dedo apuntando. Está por allá, dijo, muy serio, señalando las lejanas estribaciones de nuestra Cordillera de Los Andes, y las albas cumbres y los volcanes.
Porque la montaña tiene eso. Tal vez un significado místico. O contiene la capacidad de entregar serenidad y relajación, especialmente cuando se llega desde la ciudad a estar con ella. Es también búsqueda e identidad. Lo plasmó Paul Cézanne, que pintó la montaña Sainte-Victoire una y otra vez, buscando la perfección quizá, o algo más. Y eso que la montaña aquella no es precisamente la más bella. Pero esa montaña era parte de su infancia, o sea, de su patria íntima. Algo parecido sucede aquí. Se nota que la autora ama Los Pirineos, donde ya sabemos, se sitúa la trama de este libro.
Un personaje dice que “A veces no salen las palabras, no salen los pensamientos”. Y “A algunos hombres se les atasca la lengua y se les seca en la boca, y no saben abrirla ni para decir cosas bonitas a sus hijos, ni cosas bonitas a sus nietos, y así se pierden las historias”. Pero en este libro, las palabras, los pensamientos y la memoria se derraman en una cascada generosa y eterna, para beber y beber y saciarse con la buena literatura.