Hace algunas semanas, una carta al director del diario El Mercurio, enviada por Valentina Insulza, dueña de Librería Tripantu y titulada “Las librerías van a desaparecer”, encendió un necesario debate sobre la compleja situación que enfrentan las librerías independientes en Chile. Las causas son diversas: desde la competencia desleal con agresivos descuentos ofrecidos por plataformas digitales, grandes cadenas y algunas editoriales, hasta la creciente proliferación de libros piratas y el escaso apoyo de políticas públicas que fomenten la sostenibilidad de las librerías independientes. Ante este adverso panorama, surge una pregunta crucial: ¿podemos permitirnos que las librerías desaparezcan?
Como librera y apasionada defensora de la lectura, puedo dar fe de que sostener una librería es un desafío enorme. Los crecientes costos fijos difícilmente se logran cubrir con las ventas mensuales, dejando un margen de utilidad reducido. La mayoría de quienes permanecemos en el rubro lo hacemos por amor a los libros y con la firme convicción de que son esenciales para la comunidad.
Un libro no es solo un objeto; es una puerta abierta a nuevas ideas, a la reflexión y a la creatividad. Para muchos, la lectura ha cambiado su forma de entender el mundo. ¿Qué otro “objeto” puede presumir de un impacto tan profundo en el ser humano?
Y si hablamos de niños, el contacto con libros físicos es crucial. Un libro en papel invita a explorar, a descubrir, a imaginar. La experiencia táctil, visual y emocional que ofrece no puede ser reemplazada por una pantalla.
Las librerías son mucho más que un lugar para comprar libros. Son valiosos espacios de transformación y refugios culturales. Aquí se crean lazos, se generan conversaciones y se forjan memorias. En nuestra librería, hemos visto cómo los cuentacuentos iluminan las caras de los niños, cómo las presentaciones de libros unen a los lectores con sus autores, y cómo los conversatorios nos conectan con nuestra identidad.
En un contexto donde la cultura enfrenta enormes desafíos, necesitamos valorar y cuidar estos espacios. No se trata solo de adquirir un libro, sino de apoyar un lugar que nos enriquece como sociedad. Cada visita a una librería, cada libro comprado localmente, es un acto de resistencia cultural y fortalecimiento de la economía local.
Invito a las familias a acercarse a las librerías de barrio, a explorar sus estanterías con los más pequeños, a participar en sus actividades y a redescubrir la magia de un libro en sus manos.
En un mundo cada vez más digitalizado, las librerías nos ofrecen un respiro, un espacio tangible donde la imaginación y la humanidad se encuentran.
No dejemos que desaparezcan. Porque perder una librería es perder mucho más que un comercio; es perder un espacio de cultura para nuestra comunidad.


