• 28 de Marzo

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María del Carmen Mansilla del Padam de Puerto Varas: “Aprendí a leer y escribir a los 71; no me encuentro vieja”

Sentirse capaz y vital, esa es probablemente la clave de que esta mujer que empezó a trabajar como nana a los 12 años, anduvo a pata pelada toda su infancia, fue discriminada y logr&oacu...

Sentirse capaz y vital, esa es probablemente la clave de que esta mujer que empezó a trabajar como nana a los 12 años, anduvo a pata pelada toda su infancia, fue discriminada y logró sacar adelante a sus 4 hijos. Ella y Humberto Beltrán, su marido, cuentan cómo viven sus años dorados con ayuda del Padam de Hogar de Cristo en Puerto Varas.


“¿Quién quiere aprender a leer y a escribir?”, preguntaron y María del Carmen Mansilla Linco (72), conocida como “Camencho”, levantó la mano y se anotó en el Plan de Alfabetización Contigo Aprendo. También lo hizo Humberto Beltrán Navarro (81), su marido desde hace 52 años, aunque él sabe leer y escribir.

Así, durante todo el 2019 asistieron junto a otros tres septuagenarios alumnos a clases en la sede del Programa Domiciliario para Adultos Mayores (PADAM) del Hogar de Cristo en Puerto Varas. Luchando contra la artritis que le agarrota la mano y “el tiritón”, como llama al leve Parkinson que padece, Camencho hizo sus ejercicios caligráficos y fue domando letras y sílabas, siempre con la ayuda del lápiz grafito. “Así puedo borrar cuando me equivoco”, dice, riéndose de su pillería. Leer, en cambio, le resulta mucho más fácil. Aunque nunca pisó la escuela, siempre fue capaz de entender lo escrito. “Nunca tuve mala mente, pese a mi enfermedad”, comenta en una entrevista que tiene mucho de confesión y que la hace llorar en varios tramos. Así parte su relato:

-Mi vida fue muy amarga. Mi mamá me tuvo siendo soltera y me abandonó. Yo me crié yendo de familia en familia. Con distintos parientes, aunque la que se encargó principalmente de mí fue mi abuelita. Yo nací buena y sana, pero el abandono me desfiguró las piernas. No es enanismo lo que tengo, pero quedé bajita para siempre y ahora sufro de artrosis. A pesar de mi enfermedad, nadie me hizo caso. Y, como les pasa a todos los que tenemos alguna discapacidad, me discriminaron. Me hicieron sentir como sapo de otro pozo.

-Qué buena frase, Carmen –le celebramos y se enjuga las lágrimas que le habían inundado los ojos, riéndose de su metáfora. Más serena, retoma su historia:

-Yo crecí a pata pelada. Soy de Braunau, cerca de Puerto Varas. Nunca me llevaron al colegio. A los 12 años, recién conocí mi papá verdadero. Él me quiso poner en la escuela, pero a mí me daba vergüenza y mi mamá era muy orgullosa y no quiso. A esa edad empecé a ponerle el hombro al trabajo.

-¿En qué trabajaste?
-Como nana, siempre. Partí cuidándoles los niños a la señora Maruja en la población Corvi. Ella fue una muy buena patrona. Me hizo sentir que yo valía y que no tenía ningún impedimento. Me dijo: “Carmen, tú, eres una persona inteligente. Hablas bien, puedes caminar, lo tienes todo. Ella siempre me llamaba para que aprendiera nuevas cosas, sobre todo de cocina”.
 
A los 17 años, conoció a Humberto, que venía de Osorno, y tres años después se casaron. Hoy cree que “no era la persona adecuada para mí”, pero ya no hay caso. Tienen 3 hijos en común, además de una sobrina de Carmen a la que criaron como parte de la familia, quienes les han dado 18 nietos.
-Siento que como mamá he sido un 7. Me esforcé mucho trabajando para que ellos no sufrieran lo que viví yo, que no sabía firmar siquiera. Y que, pese a mi discapacidad, supe defenderme las dos veces en que familiares intentaron abusar de mí. Eso me generó a la larga un principio de depresión y me jubilaron anticipadamente. Fue la señora Leontina la que me ayudó y logré obtener una pensión de invalidez   –explica, con una pena evidente.

-¿Qué te impulsó a estudiar?
-Me gusta hacer cosas nuevas. Pese a lo amargo de mi vida, soy alegre y creo que nunca es tarde para aprender cosas nuevas. Y yo, aunque soy vieja, no me siento vieja –dice, soltando una contagiosa carcajada.
                                                                
“CUANDO ME PUSE TORRANTE”

-¿Cómo se lleva con su señora?

-Bien, nos enojamos a veces, pero son cosas pasajeras –dice Humberto Beltrán Navarro (81), el esposo de Camencho. Los entrevistamos por separado en la casa que comparten en la Población Nueva García Moreno, de Puerto Varas. En el antejardín, se nota la mano de ella: tiene un huerto de olores y flores, donde los gladiolos y las amapolas conviven con la menta y el cilantro. Humberto cuenta: “Trabajé en construcción en Puerto Montt hasta 1982. Yo construí esta población donde vivimos, coloqué las soleras, los tubos, todo eso lo hice con otros colegas. Un día le consulté a mi jefe si podía sacar mi casa aquí. Me dijo “¿y qué número quieres?” El 22, le respondí y esta es la casa 22. Me fui al Serviu y en la misma empresa me fueron descontando el dividendo, pagué durante 12 años hasta que me dieron la escritura. De esta casa no nos sacan. Aquí criamos a los 4 hijos. Ahora estamos solos los dos, aunque uno de los hijos se hizo su casita al fondo del patio. Los demás viven en Alerce. Mis hijos son profesionales. El que vive aquí trabaja en la empresa Keepex, que ve temas de los salmones. Sabe colocar mallas y cables en el mar. El otro trabaja particular, construye chalets bonitos, grandes, del estero Minte hacia arriba”, cuenta orgulloso.

Son logros importantes los que ha conseguido esta pareja, más cuando se consideran las dolorosas historias de abandono que vivió cada uno en su infancia.

“Nací en Osorno y me crié huérfano. Cuando tenía 13 años, quedamos solos, porque mi mamá murió calcinada en una micro que trajinaba de Osorno a Las Cascadas. Antes llevaban tarros con pólvora en esas micros para trabajar los pozos de lastre, y un día explotó con el calor. Éramos 10 hermanos y todos nos pusimos a trabajar. A mí me recibió una alemana en Osorno, la Marta Hott. Yo trabajaba dándoles comida a las gallinas, los patos, los gansos, y a los chanchos. Me hicieron una pieza con buena cama y una radio. Ella me inscribió en el colegio y me iba a dejar y a buscar porque tenían vehículo. Así terminé el cuarto medio en el colegio, pero me gustaba el trabajo en el campo. Mis patrones tenían fundo en Río Bueno; hasta hoy son millonarios”.

Cuenta que después del terremoto de 1960, dejó a la casa de los Hott. “No quería estar más ahí, donde yo hacía todo, desde ayudar a las nanas hasta domar a las yeguas”. Tenía 18 años y se desordenó andando solo por el sur. “Caí en la borrachera, me puse torrante. Después lo pensé y me dije ‘no leseo más´”.

Ahí conoció a Camencho. Llegaron los hijos. Empezó a pasar la vida con sus altos y bajos. “En el gobierno de Pinochet estuve harto tiempo sin trabajar apatronado. Me inscribí en el POJH”, cuenta recordando el programa municipal para jefes de hogar con que la dictadura intentó palear el desempleo durante la crisis económica de comienzos de los 80. “Nos pagaban una miseria. Mi esposa trabajaba en un colegio, ganaba 18 mil pesos. Hoy vivimos con nuestras pensiones, lo pasamos bien”.

Parte sustantiva del “pasarlo bien” se relaciona con que desde hace casi una década son parte del Programa de Atención Domiciliaria para el Adulto Mayor (PADAM) que el Hogar de Cristo tiene en Puerto Varas. Así se hicieron parte activa del club “Los Alegres Patroncitos”, donde dice que lo pasan “muy bien”.

“Mi esposa se inscribió y durante los últimos 8 años ayudamos a mantener lindo el jardín del Padam con mi esposa. También hacíamos empanadas para venderlas y con la plata que juntábamos irnos todos de paseo a Petrohué. Esas actividades me gustan&rdq