• 20 de Abril

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Biomimética se conoce como la ciencia que estudia  la naturaleza para resolver aquellos problemas que los seres humanos aún no han resuelto. Esta disciplina ha ido ganando en las últimas décadas cada vez más seguidores. A fin de cuentas, el planeta ha sido capaz de desarrollar procesos interconectados y en continua evolución que lo han mantenido vivo durante más de 4.000 millones de años.

Ya lo decía Albert Einstein, hace más de medio siglo: “mirar la naturaleza es la mejor forma de entenderlo todo”.

La búsqueda de soluciones a través de la biomímesis se puede aplicar a cualquier área que podamos imaginar: diseño, arquitectura, robótica, economía, ingeniería, medicina, y más.

Vivimos en una época en que nos vemos enfrentados a inmensos desafíos ambientales, sociales y económicos.  Para resolverlos, necesitamos grandes cantidades de innovación, conciencia, inclusión y -sobre todo- colaboración.

¿Qué tal si la naturaleza ya ha encontrado la solución para muchos de estos desafíos y nosotros solo debemos adaptarlos?

Pensemos, por ejemplo, en el mundo Fungi. Esa red oculta, que mantiene al bosque como un sistema interconectado, al que la revista Nature denominó en 1997 como la “Wood Wide Web”.

Científicos, como Suzanne Simard y Merlin Sheldrake, han demostrado que la red micelar, que corre debajo de los bosques, conecta a los árboles con los de su misma especie e incluso con otras. A través del micelio se comparten azúcares, agua, nutrientes e información. También se observó que los árboles más grandes y antiguos son los puntos de mayor conexión en esta red. Son ellos quienes nutren a los renovales o árboles más pequeños, de forma de asegurar el crecimiento y desarrollo en el sotobosque, con la finalidad de que el bosque se mantenga siempre vigoroso.

¿Qué pasaría si, como sociedad, fuésemos capaces de replicar esa red fungi?

Es decir, co construir una especie de “micelio social”, que logre generar una red que permita identificar diversos agentes que componen el territorio, generar instancias para intercambiar ideas y recursos, además de intencionar la cooperación, entendiendo cómo esto es mutuamente beneficioso.

En otras palabras, empezar a reemplazar el “egosistema” por un ecosistema colaborativo y sostenible que nos ayude a identificar nudos críticos, establecer compromisos y coordinar la implementación de las soluciones que resuelvan desafíos locales.

Lo anterior suena maravilloso, pero es un desafío titánico, que nos obliga a repensar nuestra manera de ver y actuar en el  mundo.

¿Cómo podemos empezar a tejer este micelio?

El cambio debe comenzar desde los individuos y células sociales más pequeñas. Aprender a ver la diversidad como algo que enriquece nuestro horizonte, trabajar el músculo de la tolerancia y el respeto por quien piensa diferente. Conocer e interactuar con comunidades distintas a las que acostumbramos para derribar prejuicios.

Sólo sumando cadenas de interacciones virtuosas, que persigan el mutuo beneficio por sobre el propio, podemos empezar a tejer redes de confianza que deriven en una cultura colaborativa, que sea cuna para la solución de  los grandes desafíos que tenemos por delante.